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Archive for the ‘Historias’ Category

1569 era un año difícil para toda la Cristiandad. El poderío de los turcos otomanos infundía terror en las naciones cristianas y amenazaba toda Europa. Después de someter y hacer caer Constantinopla, y con ella al Imperio de Oriente, los turcos comenzaron una terrible campaña de expansión que los llevaría a dominar Persia y Egipto, para luego amenazar con la conquista del Mediterráneo. Invadieron la isla de Rodas y luego lanzaron un ultimátum a Venecia exigiendo que entregara la isla de Chipre. Los musulmanes estaban confiados: no solo tenía una poderosa armada naval, sino que tenían ante si un enemigo dividido, donde cristianos se volvían contra cristianos. El ultimátum era perfecto: Venecia no podría responder, y el resto de naciones tenían demasiados problemas como para ocuparse del asunto; el Emperador estaba feliz de comprarle la paz al Sultán por treinta mil ducados anuales, y el Papa no contaba con fuerzas seculares para contrarrestar.

 

Por aquel tiempo reinaba en el Solio Pontificio el Papa Pío V. Con su espíritu fogoso y paciente a la vez, intentó convocar a las Naciones cristianas para combatir la amenaza musulmana. Pero los cristianos no quería unirse: España no quería la unión con Venecia, porque ellos habían pactado anteriormente con el Sultán; Venecia tampoco quería la unión con España. Después de seis meses de infructuosas negociaciones, los turcos conquistaron Chipre. Estaba todo listo para que invadieran el mediterráneo, luego el centro de Europa, hasta el momento en que el continente cristiano fuera totalmente convertido en conquista y posesión del Islam.

 

Cuando se concertó la formación de la Liga con la flotas españolas e italianas, y con la ayuda de contingentes franceses, romanos, alemanes y austriacos, se pasó a la discusión sobre quién sería el jefe de la expedición. Pero la discusión se volvió difícil todavía. ¿Por qué? Por que todos aquellos cristianos solo tenían ojos para su propio engrandecimiento e interés. Cuando se sugería un nombre valeroso para comandar, los representantes de las demás naciones se oponían, y cuando se propuso un neutral todos se opusieron, porque no querían que nadie les robara la gloria para el país de cada uno. Ya no eran los tiempos de las cruzadas, ya no existía ese espíritu verdadero de sacrificio, de entrega, de dejarlo todo por la causa de Cristo, de hacer las cosas solo por que “Dios lo quiere”. Ya no había ningún San Bernardo, ningún Ricardo, ningún Godofredo. Estos príncipes cristianos discutían quién debería ser el primero para recibir la gloria, en unos momentos en que la causa cristiana estaba más necesitada.

 

Una noche de tantas, el Papa se mostró cansado de oír a la curia discutir sobre el hombre idóneo para dirigir la Liga. Se retiró, y después de rezar prolongadamente por esos príncipes cristianos, se fue a descansar. A la mañana siguiente, mientras rezaba el Santo Sacrificio de la Misa, después de terminado el rito de la comunión, cuando rezaba el último evangelio, la introducción del Evangelio de San Juan, al pronunciar las palabras: “Había un hombre llamado Juan”, interrumpió sus palabras, se quedó callado y como que extasiado. Los señores cardenales quedaron consternados: era como si el Papa estuviera teniendo una visión. El Papa volvió a pronunciar la misma frase una segunda vez, seguido de una nueva pausa de silencio, para volverla a repetir por una tercera vez y continuar su rezo normalmente. Después de terminado el Santísimo Sacrificio, el Papa anunció su decisión final: “Don Juan de Austria será el jefe de la Liga, Dios lo quiere.”

 

Don Juan de Austria, el hijo ilegítimo del Emperador, hermano bastardo de Felipe II, Rey de España, el campeón de la causa cristiana, por orden del cielo y por la mediación del Papa, fue el encargado de dirigir la expedición. Don Juan hizo ayunar a sus 80 mil soldados y marinos, así como confesarse y comulgar, incluso a los reos que remaban.

 

Saliendo de Messina, la Liga fue al encuentro del enemigo en el Golfo de Lepanto, y a pesar de la desventaja numérica y militar, los cristianos obtuvieron una impresionante victoria. El Papa no dejó de rezar, principalmente el Rosario, ni de exhortar a Cardenales, Obispos y a todos los cristianos a rezar por la causa católica. El 7 de octubre, mientras hablaba con su tesorero, el Papa Pío V lo interrumpió abruptamente, entro en éxtasis, y luego pasados unos momentos, despidió al tesorero anunciándole que la escuadra católica había obtenido de Dios la victoria.
Dos semanas después, un cardenal lo despertó de su descanso para decirle que había llegado a Roma el anuncio de que la Liga había vencido, y el Papa, viendo confirmarse lo que ya había recibido por revelación, derramó lágrimas de alegría y exclamó el canto de Simeón: Nunc dimittis servum tuum in pace. “Ahora puedes dejar a tu siervo morir en paz, porque ya ha cumplido su misión en esta vida.”

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Forma el más rudo contraste con esta pintura altamente dramática de Botticelli, la escena de la entrega de las llaves á San Pedro, por Perugino, en el lugar correspondiente de la pared frontera. Aquí la celeste apacibilidad y divina alteza del Señor, allí el apasionamiento de Moisés, que invoca el castigo del cielo sobre los que se habían rebelado contra la suprema dignidad sacerdotal. A la profunda significación del misterio, corresponde el acabamiento de la composición, en la cual Perugino se excedió á sí mismo. La acción principal tiene lugar delante del templo de Salomón, cuya dorada cúpula descuella sobre todo lo demás; á derecha é izquierda de esta bella construcción fantástica de un templo circular del Renacimiento, se levanta una imitación del arco de Constantino. Ante este arco de triunfo, cuyas inscripciones celebran á Sixto IV como á un segundo Salomón, se representa las historias del dinero del censo y de la tentativa de los judíos de apedrear á Jesús. Estas escenas secundarias, ejecutadas por auxiliares, no tienen valor por el arte, sino por el argumento; y están destinadas á preparar para el acaecimiento, trascendental en la historia del mundo, de la elevación de San Pedro al cargo de Supremo Jerarca de la Iglesia y Vicario de Aquél que regula los derechos de los príncipes y de los reyes, y se ve, no obstante, amenazado con las piedras de los judíos, por reclamar para sí toda la plenitud de la divina potestad. En virtud de esta potestad, el Hijo eterno de Dios vivo, hecho hombre, confía al pobre Pescador, junto al mar de Genesaret, su representación en la tierra y el supremo poder de las llaves. San Pedro, arrodillado con gratitud ante la benigna majestad del Señor, es uno de los más grandes y bellos caracteres creados por Perugino; prometiendo, con los ojos, y con la mano izquierda puesta sobre el corazón, fidelidad hasta la muerte, el que es Piedra fundamental de la Iglesia recibe con la diestra el símbolo de la suprema autoridad.
PASTOR Ludwig von, Historia de los papas, fragmento extraído de Microsoft Encarta 2007, Microsoft Corporation

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