«Ama, venera, reza, mortifícate – cada día con más cariño – por el Romano Pontífice, piedra fundamental de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella tarea de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro. (Forja, n. 134)
«La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra, no son una invención humana, pues se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo. ¡Que poco sentido tiene enfrentar el gobierno del Papa con el de los Obispos, o reducir la validez del Magisterio pontificio al consentimiento de los fieles! Nada más ajeno a la Iglesia que el equilibrio de poderes; no nos sirven esquemas humanos, por más atractivos y funcionales que sean. Ninguno en la Iglesia goza por si mismo de la potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay otro jefe más allá de Cristo; y Cristo quiso constituir un Vicario suyo – el Romano Pontífice – para su esposa peregrina en esta tierra. […]
«Contribuimos para volver más evidente esa apostolicidad a los ojos de todos, manifestando con creciente fidelidad la unión con el Papa, que es unión con Pedro. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tenemos intimidad con el Señor en nuestra oración, caminaremos con una mirada esclarecido que nos permitirá distinguir, aún en los acontecimientos que a veces no comprendemos o que nos causan llanto y dolor, la acción del Espíritu Santo.» (Amar a la Iglesia, n. 13)